martes, 24 de marzo de 2009

(Diario el sueño de los objetos. C.3)


El domingo fue día de recogida. Después de comer salí de casa con mi cámara de fotos en mano y la mochila a la espalda -nunca sé qué me puedo encontrar y si tendré que esconderlo, robarlo o simplemente rescatarlo- con la esperanza de hallar algo insólito a mi paso.
Y pasos di muchos, tantos que después de una hora callejeando desemboqué, a través de un pasaje en forma de codo dislocado o de cuello girado de avestruz, a la plaza de la que había partido y desalentado me dejé caer sobre el inflexible asiento de una de esas sillas de café que sacan a las terrazas, y que fabrican con el único objeto de que soporten el peso y no se dejen intimidar por la lluvia ni los escupitajos de la gente.
Me dolían los pies y los ojos de rastrear. Pedí un café y, mientras lo saboreaba con cierta parsimonia, el reflejo del sol ascendió por mi camisa, por mi cuello, por mi nariz. Cerré los ojos intimidado por la luz y cuando los abrí me topé de bruces con mi objeto número 3.

Objeto nº 3

Como una visión adherida a una ráfaga de viento pasó fugaz delante de mí. Cogí la cámara de fotos y veloz apreté el disparador. Un par de segundos después la pantalla me mostró la imagen atrapada: la cabeza de una señora sentada junto a la mesa de la esquina, las ruedas delanteras de un coche aparcado, los pies atolondrados y borrosos de un hombre que pasaba por allí y la papelera metálica suspendida de la farola. Ni rastro de mi objeto.
Me senté, desconcertado, un poco irritado. El camarero se acercó a mi mesa y me preguntó si deseaba algo más. No pude contestarle, de nuevo estaba allí, delante de mis ojos. Le pedí que permaneciese quieto un instante, podía asustarla; pero él me miró receloso y se largó sin darme ninguna explicación.
Triunfé en mi tercer intento. Una chica vestida con un falda vaquera y una camiseta blanca pasó delante de mí. Se le cayó al suelo el jersey que llevaba colgado del bolso, me apresuré a recogérselo y, una vez más, divisé mi objeto. Le supliqué a la chica que por favor no hiciese ruido ni pestañease; me hizo caso.
Me gusta su tacto porque puede ser áspero y sedoso, agrietado o terso, delicado como la piel de un niño o tan avejentado y sucio como los carteles publicitarios que se exhiben en las fachadas de algunos edificios abandonados. Sabe a limón, a ciruelas, a naranjas si se encuentra cerca de una frutería; a tabaco si alguien fuma a su lado; o a perfume antes de que el aire exterior evapore y esparza su olor. Tanto su ánimo como su apariencia dependen del lugar, del momento y de la proximidad de las cosas que se hallan a su alrededor.
Aldo V. R.
(un millón de pasos y tres intentos)

(Si te apetece puedes añadir en comentarios tu opinión del objeto nº3)